En una ocasión me destinaron a Baeza para trabajar. Un lugar que me maravilló por los compañeros y por el entorno privilegiado en el que me encontraba.
Todas las tardes salía a andar haciendo el mismo recorrido. No obstante, una tarde, por alguna razón, decidí hacer el recorrido en el sentido inverso al habitual. Cuando estaba caminando, vi un perro suelto con un collar, aunque no había nadie cerca, y lo seguí. Tras preguntar, una pareja me dijo que el perro pertenecía a un matrimonio que vivía en una de las casas de la plazuela. Al indicarme qué casa era, llamé al timbre y esperé. Salió una mujer que, al ver al perro, puso cara de sorpresa y lo cogió sin saber cómo había podido escaparse. La mujer y yo estuvimos hablando de animales hasta que, de repente, la conversación cambió y la mujer nombró a su hija, la cual había fallecido. Al hacerlo, le cambió completamente la voz, dando la sensación de que otra persona hablaba a través de ella. Por lo que me contó, su hija no se había marchado y seguía en su dormitorio. Me dijo que la gente acudía a esa habitación para pedirle favores a su difunta hija y que, al parecer, ella se los concedía, pues en varias ocasiones había ayudado a algún enfermo a recuperarse, o había evitado ciertos accidentes. Mientras hablábamos, el ambiente se puso muy tenso y la mujer me dijo: “No es casualidad que nos hayamos encontrado. Y sé que tú tampoco lo piensas. Mi hija está aquí y me acababa de decir que estás cerca de conseguir algo que deseas”. Al ver mi cara de sorpresa, me dijo que debía ir al cementerio y buscar la tumba de su hija para encontrar las respuestas que necesitaba.
Al cabo de unos días, acudí al cementerio movido por la curiosidad. Paseé entre las tumbas y nichos intentando localizar la tumba de aquella chica, sin encontrarla hasta llegar al final del cementerio. Tras preguntarme dónde estaba la sepultura, escuché un fuerte sonido metálico a mis espaldas, como si alguien hubiese golpeado una chapa. Sorprendido, me giré para toparme con un grupo de nichos entre el que destacaba el de la muchacha, fácilmente reconocible por la cantidad de objetos que la gente dejaba allí como agradecimiento por la ayuda que la chica les había ofrecido. Aquel sonido metálico lo había producido la escalera que se usa para alcanzar los nichos más altos, pero allí no había nadie más. Lo más sorprendente, es que la escalera estaba colocada justamente en el nicho de la joven.
Atraído, subí los peldaños hasta que mi cara quedó a la altura de aquel nicho. De pronto, me empezó a doler la cabeza y el ambiente se tornó raro, por lo que me bajé de la escalera y, sintiéndome observado, me marché del cementerio.
Mientras cenaba, pude notar el piso estaba bastante enrarecido y, aunque era habitual que la madera de los muebles crujiese por el cambio de temperatura, aquella noche lo hizo con mayor frecuencia y mayor brusquedad. Además, pude notar un susurro junto a mí cuando estaba metido en la cama y una mano que me tocaba. Tuve que encender la luz para conseguir tranquilizarme y conciliar el sueño.
Tras aquella noche, no volví a sentir esa presencia, pero siempre reflexioné sobre las palabras que me dijo la mujer. Palabras que, con el tiempo, se cumplieron.