miércoles, 22 de agosto de 2018

EL FANTASMA DEL PARADOR DE SIGÜENZA


En Sigüenza (Guadalajara) se encuentra el castillo de los Obispos ubicado en un montículo en el entorno del Parque Natural del Río Dulce y las Hoces del Río Salado.

Se trata de un palacio-fortaleza erigido en el siglo XII sobre una antigua alcazaba musulmana. Además, el edificio ha sufrido diferentes reformas en los siglos XIV, XV, XVI y XVIII.

Desgraciadamente, durante la invasión francesa, sufrió grandes desperfectos por las Guerras Carlistas de 1811 quedando el majestuoso edificio gravemente dañado. Además, durante la Guerra Civil sufrió diversos bombardeos derruyéndose prácticamente en su totalidad.

Afortunadamente, durante la época Franquista, fue restaurado siguiendo planos y documentos antiguos.

Aunque el actual edificio es prácticamente nuevo, ha sido posible la conservación de la capilla románica, la portada, las torres y el salón del trono.

En su interior es posible encontrar mobiliario del medievo, armaduras y diversa decoración de la época. Todo esto hace que el Parador sea una atracción turística.



Pero no es lo único interesante que alberga, pues entre sus muros se encuentra el fantasma de Doña Blanca de Borbón.
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Doña Blanca de Borbón se alojó en este castillo en el año 1355, tras haber sido rechazada por su marido, Pedro I de Castilla, pues el rey tenía otros amoríos que prefería.
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Pero el rechazo no fue la única condena que sufrió la joven, si no que permaneció encerrada en el castillo durante un año entero antes de ser trasladada a Medina Sidonia, donde murió asesinada con sólo 22 años.

De su estancia en el castillo es posible encontrar una pequeña celda que los huéspedes pueden visitar durante la guía turística por el emblemático edificio.

Pero esa pequeña celda no es lo único llamativo que se puede encontrar de doña Blanca, pues el fantasma de la joven, que tanto padeció en ese castillo, decidió regresar al Castillo de los Obispos donde, según dicen, vaga por una de las torres. Es por ello posible durante la noche escuchar los sollozos de doña Blanca junto al sonido de unas cadenas que se arrastran.

Y es que varios huéspedes han sido testigos de esta leyenda. Hay quien asegura, no sólo haber escuchado los famosos sonidos, si no que haber visto una nebulosa blanca flotando en el aire. Otros, comentan que se alojaron en la habitación de la torre, donde pudieron escuchar el sonido de pasos y muebles arrastrándose durante la noche en el piso superior cuando, en realidad, no hay nada encima de esa habitación. Además algunos de los empleados aseguran que les han pasado cosas extrañas como objetos que cambian de sitios solos, y aseguran que pasar una noche de tormenta impone muchísimo.

El Parador de Sigüenza ofrece, por ello, una interesante experiencia para quienes disfrutan de este tipo de edificación antigua y quienes se sienten atraídos por las historias de fantasmas.

jueves, 16 de agosto de 2018

RELATO II


Los cinco amigos estaban mirando al interior del oscuro cementerio con sus pálidas caras pegadas a los fríos barrotes de la puerta de hierro. El vaho que salía de sus bocas se perdía en la noche. No había nadie en los alrededores. Aunque, ¿quién iba a acercarse por el cementerio en aquella noche invernal?
-Vamos-dijo uno de los amigos. Un chico de ojos castaños con la cara cubierta de pecas que cubría su cabeza con un gorro de lana azul.
-¿Estás seguro de esto?-preguntó el más pequeño y asustado de la pandilla.
-No seas cobarde Abel-recriminó el chico de las pecas.
-¿No lo ves? ¡Se va a mear en los pantalones!-respondió un muchacho con un feo bigote de preadolescente.
-¡Eso es mentira!
-¡Pero si no dejas de temblar como un bebé!
-Es… por el frío…
-Sí, claro…
Mario, el chico de las pecas y líder del grupo miró a sus amigos, les sacó la lengua y comenzó a trepar. Los barrotes escurrían por la humedad del ambiente, pero el joven no parecía tener problemas para llegar arriba. Una vez consiguió llegar a lo alto, pasó una pierna, luego la otra, y comenzó a bajar. Cuando se encontraba a un metro del suelo saltó. Sus pies produjeron un fuerte sonido al impactar contra el suelo.
-¿Venís o qué?
Los demás chicos se miraron y treparon la imponente puerta del cementerio. Una vez dentro, sacaron las linternas y comenzaron a avanzar entre las tumbas mientras sus pisadas resonaban. Todos estaban bastante tensos, aunque procuraban evitar que el resto notase que no estaban muy convencidos con lo que iban a hacer, especialmente Abel, que quería salir corriendo y volver a la calidez de su casa.
Quizás era por el miedo, quizás por la leve bruma que se alzaba sobre ellos volviéndose más densa a cada paso, pero el cementerio no parecía tener fin. De repente, escucharon un fuerte golpe a su izquierda cuando un florero se cayó de improvisto de una tumba rompiéndose al estrellarse contra el suelo. Los cinco chicos gritaron y apuntaron rápidamente a aquella tumba, pero no vieron nada. El aire se volvió más tenso y sus respiraciones más pesadas. No deberían estar allí, pero no podían regresar ahora. Avanzaron unos metros más cuando escucharon unos pasos a sus espaldas y la voz de una persona que murmuraba algo. Alumbraron con sus linternas sin ver a nadie. Pero los pasos parecían avanzar y el murmullo cada vez se oía más cercano. De repente, escucharon una risa que les erizó el vello, por lo que salieron corriendo pasando entre tumbas cada vez más viejas y árboles cada vez más siniestros.
-¡Esperad!-gritó Abel.
Los chicos se detuvieron y le miraron. Realmente daba mucha pena. Le faltaba el aliento. Y se miraron cuando le vieron sacar un inhalador. Tenía los ojos llorosos y realmente parecía que iba a mearse en los pantalones.
-Quiero volver… Por favor…
-Creí que querías entrar en nuestra pandilla. Creí que querías ser uno de nosotros. ¿Es que te entendimos mal?-dijo Mario.
-Yo… Sí, quiero entrar en vuestro grupo.
-Pues las condiciones eran claras. Tienes una prueba que superar. ¿Cómo si no sabremos que eres digno de estar con nosotros?
Abel se mordió el labio lleno de inseguridad. Lo estaba pasando mal, pero realmente quería tener amigos, aunque para ello tuviese que entrar en un mausoleo y besar el cadáver de una mujer que no llevaba demasiados años muerta.
Continuaron su camino hasta llegar al final del cementerio. Se encontraban ante un enorme mausoleo que, a diferencia de las tumbas que había a su alrededor, parecía nuevo. En la puerta había escrito algo en latín, aunque no sabían qué significaba. A cada lado del mausoleo había un árbol seco con extrañas runas talladas en sus troncos. La puerta estaba cerrada por un candado. Mario abrió la mochila y sacó unas cizallas para romper el candado. Entonces escucharon en la lejanía el sonido de algo pesado arrastrándose y, finalmente, un golpe sordo. Y volvieron a escuchar esa risa justo a sus espaldas. Se giraron rápidamente, topándose con un gato que comenzó a maullar con desesperación. Había algo antinatural en aquel gato. Quizás era por su pelaje oscuro, espeso y enmarañado, quizás por la manera que tenía de maullar, o quizás porque no tuviese ojos. El gato avanzó despacio hacia ellos sin dejar de maullar, deteniéndose a escasos centímetros de ellos. Nos les gustaba aquel animal que, a pesar de no tener ojos, parecía mirarles.
-¡Largo de aquí, gato asqueroso!-gritó uno de los chicos moviendo agresivamente la linterna, un joven llamado Hugo que, a pesar de ser invierno, llevaba simplemente una camiseta de manga corta, aunque él aseguraba que nunca tenía frío.
A pesar de los violentos movimientos, el gato, lejos de asustarse, seguía maullando cada vez con más fuerza.
-Ignóralo-dijo Mario, que rompió el candado. El mausoleo estaba a su absoluta disposición.
Entraron uno a uno mirando con cierto respeto al ángel que parecía custodiar las escaleras de piedra por las que bajaron hasta llegar una pequeña cripta donde había una tumba. Varias velas alumbraban el interior, aunque no tenía sentido que pareciesen no consumirse nunca.
Hacía mucho frío allí dentro.
-¿Preparados?-preguntó Mario. Entre todos los chicos, salvo Abel, desplazaron la pesada tapa del ataúd lo suficiente como para dejar al descubierto el torso del cadáver. Un fuerte hedor les alcanzó y Abel no pudo evitar sentir arcadas.
-Pffff, parece que esta momia se ha cagado encima-dijo Hugo. Todos, a excepción de Abel, comenzaron a reírse ante tal comentario.
-Venga, es tu turno-dijo Mario impaciente.
Abel avanzó despacio sintiendo el corazón palpitar por todo su cuerpo. Se asomó al interior del ataúd y vio el cuerpo parcialmente descompuesto de una mujer. Llevaba un vestido de novia completamente raído, el cabello moreno estaba enmarañado, la piel de su cara  estaba completamente seca y los párpados hundidos en las cuencas. Pero, a pesar de ello, había cierta belleza en ella. Sobre sus manos tenía una cadena con la foto de un hombre. Abel cerró los ojos, se concentró y se inclinó. Sus labios rozaron los del cadáver. Era una sensación totalmente asquerosa, pero acabaría pronto. Sólo tenía que aguantar cinco segundos y habría pasado con éxito la prueba.
De repente, notó un par de manos que le agarraban con fuerza. Alzó la cabeza para ver que el cadáver le miraba, que sus huesudas manos le habían aferrado y que no estaban dispuestas a dejarle marchar. Abel gritó con todas sus fuerzas y lo mismo hicieron los chicos que le acompañaban cuando la mujer le mordió con fuerza en el labio arrancándoselo. La sangre comenzó a manar a borbotones. Abel no dejaba de gritar. Su voz reflejaba el dolor y el miedo. Entonces, la mujer le dio un fuerte mordisco en el cuello rompiéndole la yugular. Los chicos salieron corriendo.
Corrieron como nunca antes en su vida. Subieron las escaleras empujándose unos a otros. Y, al salir al exterior, vieron al gato parado en mitad del camino. El gato maulló con agonía y, de repente, se vieron rodeados por una gran multitud de ojos brillantes que les miraban con curiosidad desde la oscuridad. Los chicos salieron corriendo por otro camino para evitar al gato ciego. Corrieron todo lo que pudieron. Entonces Hugo se tropezó con una raíz gruesa que sobresalía y cayó al suelo torciéndose el tobillo. Sus amigos se percataron de lo sucedido pero no se pararon a ayudarle, siguieron corriendo. Entonces pudieron escuchar unos ruidos extraños y el grito de auténtico dolor de Hugo resonó por todo el cementerio. Los chicos siguieron corriendo, aunque la niebla les había desorientado. A sus espaldas escucharon otra vez aquellos pasos y aquella risa. La niebla se volvió cada vez más espesa. Entonces apareció junto a ellos la mujer muerta con el gato ciego sobre sus hombros. La sangre de Abel, y probablemente la de Hugo, había manchado sus ropas y su piel. Pero no eran suyos los pasos que habían oído pues apareció detrás de ellos un hombre vestido con traje de boda con semblante triste. Tenía el pelo peinado hacia atrás y una elegante perilla. En la mano llevaba un hacha.
-Sólo la muerte puede devolver la vida…
El hombre alzó el hacha y la descargó sobre Mario. El primer golpe no acabó con él, pues el hacha estaba mal afilada, ni el segundo, ni el tercero. Fue el sexto golpe el que arrancó la vida del joven. Fueron seis golpes durante los que Mario fue consciente de todo lo que pasaba. Y mientras el hacha atravesaba su cuerpo, sus otros dos amigos salieron corriendo. La desesperación se apoderó de los dos amigos que no sabían a donde dirigirse. Estaban totalmente perdidos en la niebla. El cementerio se había convertido en un laberinto. Incluso parecía más grande. Siguieron avanzando sin saber muy bien a donde ir, cuando divisaron al fondo la puerta del cementerio. Aliviados corrieron hacia su salvación. Pero aquella risa volvió a sonar detrás de ellos. Incluso podían escuchar a alguien silbar una canción que parecía un vals. Por suerte, llegaron a la puerta pero, antes de poder aferrarse a los fríos barrotes, vieron al gato ciego delante de ellos que bufaba enloquecido. El animal se puso en posición de caza y se lanzó sobre uno de ellos mordiéndole con fuerza. El joven intentó quitarse al animal de encima, pero todos sus esfuerzos fueron en vano. La sangre humedecía el hocico del animal y esa sensación parecía enloquecerlo aún más. El otro chico no estaba dispuesto a arriesgar su vida por ayudar a su amigo a quitarse al gato de encima. No era su problema. Comenzó a trepar y pudo rozar la libertad. Un pie y luego el otro. Un pie y luego el otro. De esa forma fue elevándose cada vez más. La puerta parecía más alta que cuando entraron en el cementerio. Un pie y luego el otro. Ya casi estaba arriba. Había trepado bastante rápido, pero el hacha que le cortó la pierna fue más rápida aún. El chico se soltó y cayó al suelo gritando de dolor. Miró y vio al hombre que sonreía.
-Muchas gracias por haber venido. Muchas gracias por haberos sacrificado para devolver a mi amada a la vida.
El hacha se alzó una vez más y se descargó con fuerza sobre el cráneo del joven.
El hombre sacó un pañuelo de tela del bolsillo del traje y comenzó a limpiar el hacha mientras silbaba el vals que bailó en su boda. Cuando terminó, se giró y miró a la que fue su esposa durante sólo unas horas. Estaba mucho más reluciente que antes. La piel estaba más regenerada. El hombre se acercó a ella y le limpió la sangre de los labios con delicadeza y sonrió. La besó y ella le devolvió el beso mientras el gato ciego les observaba.
-Es hora de dormir, mi amor.
Juntos regresaron al mausoleo donde ella se tumbó de nuevo en el ataúd. El hombre ignoró el cadáver del niño asustado que había allí, miró a su esposa y dijo:-Los niños siempre buscan retos y son muy fáciles de engañar. Pronto, mi vida, habrás recuperado tu belleza. Pronto, mi vida, volverás a ser la mujer de la que me enamoré. Pronto nuevos niños acudirán a ti para que devores sus entrañas pero, hasta entonces, debes descansar.
El hombre la beso una última vez y cerró la tumba. Salió del mausoleo, puso un nuevo candado y se alejó de allí.
“Hasta que la muerte os separe” eran las palabras que durante el enlace había pronunciado el cura. Era cierto, sólo que la muerte no había podido con su amor eterno.
El gato se subió a lo alto de uno de los árboles para descansar mientras el hombre se alejaba del cementerio silbando de nuevo aquel vals. Pronto estarían juntos de nuevo…