Los cinco amigos estaban mirando al
interior del oscuro cementerio con sus pálidas caras pegadas a los fríos
barrotes de la puerta de hierro. El vaho que salía de sus bocas se perdía en la
noche. No había nadie en los alrededores. Aunque, ¿quién iba a acercarse por el
cementerio en aquella noche invernal?
-Vamos-dijo uno de los amigos. Un
chico de ojos castaños con la cara cubierta de pecas que cubría su cabeza con
un gorro de lana azul.
-¿Estás seguro de esto?-preguntó
el más pequeño y asustado de la pandilla.
-No seas cobarde Abel-recriminó
el chico de las pecas.
-¿No lo ves? ¡Se va a mear en los
pantalones!-respondió un muchacho con un feo bigote de preadolescente.
-¡Eso es mentira!
-¡Pero si no dejas de temblar
como un bebé!
-Es… por el frío…
-Sí, claro…
Mario,
el chico de las pecas y líder del grupo miró a sus amigos, les sacó la lengua y
comenzó a trepar. Los barrotes escurrían por la humedad del ambiente, pero el
joven no parecía tener problemas para llegar arriba. Una vez consiguió llegar a
lo alto, pasó una pierna, luego la otra, y comenzó a bajar. Cuando se
encontraba a un metro del suelo saltó. Sus pies produjeron un fuerte sonido al
impactar contra el suelo.
-¿Venís o qué?
Los
demás chicos se miraron y treparon la imponente puerta del cementerio. Una vez
dentro, sacaron las linternas y comenzaron a avanzar entre las tumbas mientras
sus pisadas resonaban. Todos estaban bastante tensos, aunque procuraban evitar
que el resto notase que no estaban muy convencidos con lo que iban a hacer,
especialmente Abel, que quería salir corriendo y volver a la calidez de su
casa.
Quizás
era por el miedo, quizás por la leve bruma que se alzaba sobre ellos
volviéndose más densa a cada paso, pero el cementerio no parecía tener fin. De
repente, escucharon un fuerte golpe a su izquierda cuando un florero se cayó de
improvisto de una tumba rompiéndose al estrellarse contra el suelo. Los cinco
chicos gritaron y apuntaron rápidamente a aquella tumba, pero no vieron nada.
El aire se volvió más tenso y sus respiraciones más pesadas. No deberían estar
allí, pero no podían regresar ahora. Avanzaron unos metros más cuando escucharon
unos pasos a sus espaldas y la voz de una persona que murmuraba algo.
Alumbraron con sus linternas sin ver a nadie. Pero los pasos parecían avanzar y
el murmullo cada vez se oía más cercano. De repente, escucharon una risa que
les erizó el vello, por lo que salieron corriendo pasando entre tumbas cada vez
más viejas y árboles cada vez más siniestros.
-¡Esperad!-gritó Abel.
Los
chicos se detuvieron y le miraron. Realmente daba mucha pena. Le faltaba el
aliento. Y se miraron cuando le vieron sacar un inhalador. Tenía los ojos
llorosos y realmente parecía que iba a mearse en los pantalones.
-Quiero volver… Por favor…
-Creí que querías entrar en
nuestra pandilla. Creí que querías ser uno de nosotros. ¿Es que
te entendimos mal?-dijo Mario.
-Yo… Sí, quiero entrar en vuestro
grupo.
-Pues las condiciones eran
claras. Tienes una prueba que superar. ¿Cómo si no sabremos que eres digno
de estar con nosotros?
Abel se mordió el labio lleno de
inseguridad. Lo estaba pasando mal, pero realmente quería tener amigos,
aunque para ello tuviese que entrar en un mausoleo y besar el cadáver de
una mujer que no llevaba demasiados años muerta.
Continuaron
su camino hasta llegar al final del cementerio. Se encontraban ante un
enorme mausoleo que, a diferencia de las tumbas que había a su alrededor,
parecía nuevo. En la puerta había escrito algo en latín, aunque no sabían
qué significaba. A cada lado del mausoleo había un árbol seco con extrañas
runas talladas en sus troncos. La puerta estaba cerrada por un candado.
Mario abrió la mochila y sacó unas cizallas para romper el candado.
Entonces escucharon en la lejanía el sonido de algo pesado arrastrándose
y, finalmente, un golpe sordo. Y volvieron a escuchar esa risa justo a sus
espaldas. Se giraron rápidamente, topándose con un gato que comenzó a
maullar con desesperación. Había algo antinatural en aquel gato.
Quizás era por su pelaje oscuro, espeso y enmarañado, quizás por la manera
que tenía de maullar, o quizás porque no tuviese ojos. El gato avanzó
despacio hacia ellos sin dejar de maullar, deteniéndose a escasos
centímetros de ellos. Nos les gustaba aquel animal que, a pesar de
no tener ojos, parecía mirarles.
-¡Largo de aquí, gato
asqueroso!-gritó uno de los chicos moviendo agresivamente la linterna, un
joven llamado Hugo que, a pesar de ser invierno, llevaba simplemente una
camiseta de manga corta, aunque él aseguraba que nunca tenía frío.
A pesar de los violentos
movimientos, el gato, lejos de asustarse, seguía maullando cada vez con
más fuerza.
-Ignóralo-dijo Mario, que rompió
el candado. El mausoleo estaba a su absoluta disposición.
Entraron
uno a uno mirando con cierto respeto al ángel que parecía custodiar las
escaleras de piedra por las que bajaron hasta llegar una pequeña cripta
donde había una tumba. Varias velas alumbraban el interior, aunque no
tenía sentido que pareciesen no consumirse nunca.
Hacía mucho frío allí dentro.
-¿Preparados?-preguntó Mario.
Entre todos los chicos, salvo Abel, desplazaron la pesada tapa del ataúd
lo suficiente como para dejar al descubierto el torso del cadáver. Un fuerte
hedor les alcanzó y Abel no pudo evitar sentir arcadas.
-Pffff, parece que esta momia se
ha cagado encima-dijo Hugo. Todos, a excepción de Abel, comenzaron a
reírse ante tal comentario.
-Venga, es tu turno-dijo Mario
impaciente.
Abel
avanzó despacio sintiendo el corazón palpitar por todo su cuerpo. Se asomó al
interior del ataúd y vio el cuerpo parcialmente descompuesto de una mujer.
Llevaba un vestido de novia completamente raído, el cabello moreno estaba
enmarañado, la piel de su cara estaba completamente seca y los
párpados hundidos en las cuencas. Pero, a pesar de ello, había cierta belleza
en ella. Sobre sus manos tenía una cadena con la foto de un
hombre. Abel cerró los ojos, se concentró y se inclinó. Sus labios rozaron
los del cadáver. Era una sensación totalmente asquerosa, pero acabaría
pronto. Sólo tenía que aguantar cinco segundos y habría pasado con éxito
la prueba.
De
repente, notó un par de manos que le agarraban con fuerza. Alzó la cabeza para
ver que el cadáver le miraba, que sus huesudas manos le habían aferrado y
que no estaban dispuestas a dejarle marchar. Abel gritó con todas sus
fuerzas y lo mismo hicieron los chicos que le acompañaban cuando la mujer
le mordió con fuerza en el labio arrancándoselo. La sangre comenzó a manar
a borbotones. Abel no dejaba de gritar. Su voz reflejaba el dolor y el
miedo. Entonces, la mujer le dio un fuerte mordisco en el cuello
rompiéndole la yugular. Los chicos salieron corriendo.
Corrieron
como nunca antes en su vida. Subieron las escaleras empujándose unos a
otros. Y, al salir al exterior, vieron al gato parado en mitad del camino.
El gato maulló con agonía y, de repente, se vieron rodeados por una gran
multitud de ojos brillantes que les miraban con curiosidad desde la oscuridad.
Los chicos salieron corriendo por otro camino para evitar al gato ciego.
Corrieron todo lo que pudieron. Entonces Hugo se tropezó con una raíz
gruesa que sobresalía y cayó al suelo torciéndose el tobillo. Sus amigos
se percataron de lo sucedido pero no se pararon a ayudarle, siguieron
corriendo. Entonces pudieron escuchar unos ruidos extraños y el grito de
auténtico dolor de Hugo resonó por todo el cementerio. Los chicos
siguieron corriendo, aunque la niebla les había desorientado. A sus espaldas
escucharon otra vez aquellos pasos y aquella risa. La niebla se volvió cada vez
más espesa. Entonces apareció junto a ellos la mujer muerta con el gato
ciego sobre sus hombros. La sangre de Abel, y probablemente la de Hugo,
había manchado sus ropas y su piel. Pero no eran suyos los pasos que
habían oído pues apareció detrás de ellos un hombre vestido con traje de
boda con semblante triste. Tenía el pelo peinado hacia atrás y una elegante
perilla. En la mano llevaba un hacha.
-Sólo la muerte puede devolver la
vida…
El
hombre alzó el hacha y la descargó sobre Mario. El primer golpe no acabó con
él, pues el hacha estaba mal afilada, ni el segundo, ni el tercero. Fue el
sexto golpe el que arrancó la vida del joven. Fueron seis golpes durante
los que Mario fue consciente de todo lo que pasaba. Y mientras el hacha
atravesaba su cuerpo, sus otros dos amigos salieron corriendo. La
desesperación se apoderó de los dos amigos que no sabían a donde dirigirse.
Estaban totalmente perdidos en la niebla. El cementerio se había
convertido en un laberinto. Incluso parecía más grande. Siguieron
avanzando sin saber muy bien a donde ir, cuando divisaron al fondo la
puerta del cementerio. Aliviados corrieron hacia su salvación. Pero aquella
risa volvió a sonar detrás de ellos. Incluso podían escuchar a alguien
silbar una canción que parecía un vals. Por suerte, llegaron a la puerta
pero, antes de poder aferrarse a los fríos barrotes, vieron al gato ciego
delante de ellos que bufaba enloquecido. El animal se puso en posición de caza
y se lanzó sobre uno de ellos mordiéndole con fuerza. El joven intentó
quitarse al animal de encima, pero todos sus esfuerzos fueron en vano. La
sangre humedecía el hocico del animal y esa sensación parecía enloquecerlo
aún más. El otro chico no estaba dispuesto a arriesgar su vida por ayudar
a su amigo a quitarse al gato de encima. No era su problema. Comenzó
a trepar y pudo rozar la libertad. Un pie y luego el otro. Un pie y luego
el otro. De esa forma fue elevándose cada vez más. La puerta parecía más
alta que cuando entraron en el cementerio. Un pie y luego el otro. Ya casi
estaba arriba. Había trepado bastante rápido, pero el hacha que le cortó
la pierna fue más rápida aún. El chico se soltó y cayó al suelo gritando de
dolor. Miró y vio al hombre que sonreía.
-Muchas gracias por haber venido.
Muchas gracias por haberos sacrificado para devolver a mi amada a la vida.
El hacha se alzó una vez más y se
descargó con fuerza sobre el cráneo del joven.
El
hombre sacó un pañuelo de tela del bolsillo del traje y comenzó a limpiar el
hacha mientras silbaba el vals que bailó en su boda. Cuando terminó, se
giró y miró a la que fue su esposa durante sólo unas horas. Estaba mucho
más reluciente que antes. La piel estaba más regenerada. El hombre se acercó
a ella y le limpió la sangre de los labios con delicadeza y sonrió. La
besó y ella le devolvió el beso mientras el gato ciego les observaba.
-Es hora de dormir, mi amor.
Juntos
regresaron al mausoleo donde ella se tumbó de nuevo en el ataúd. El hombre
ignoró el cadáver del niño asustado que había allí, miró a su esposa y
dijo:-Los niños siempre buscan retos y son muy fáciles de engañar. Pronto,
mi vida, habrás recuperado tu belleza. Pronto, mi vida, volverás a ser la
mujer de la que me enamoré. Pronto nuevos niños acudirán a ti para
que devores sus entrañas pero, hasta entonces, debes descansar.
El hombre la beso una última vez
y cerró la tumba. Salió del mausoleo, puso un nuevo candado y se alejó de
allí.
“Hasta que la muerte os separe”
eran las palabras que durante el enlace había pronunciado el cura. Era
cierto, sólo que la muerte no había podido con su amor eterno.
El gato se subió a lo
alto de uno de los árboles para descansar mientras el hombre se alejaba
del cementerio silbando de nuevo aquel vals. Pronto estarían juntos de
nuevo…