A todo el mundo le gustaba aquel espectáculo. Miles y miles de personas acudían cada viernes a aquel viejo teatro para aquel número de marionetas. Cada semana, cada viernes, el espectáculo era distinto y eso gustaba aún más a los espectadores pues sabían que no importaba las veces que acudiesen, que verían algo novedoso. Cada viernes, el espectáculo mostraba una historia distinta: a veces una comedia, a veces una tragedia. Pero nunca dejaba indiferente a nadie. Pero, sin duda alguna, lo que más gustaba no era el guion sino lo bien echas que estaban las marionetas, perfectamente manejadas por un titiritero que se mantenía en el anonimato. Según sus palabras, las protagonistas eran las marionetas, no él. Nadie sabía quién era: ni su nombre ni su aspecto. Pero todos parecían adorarle por las maravillas que conseguía durante su espectáculo. Desde las butacas, las marionetas parecían de carne y hueso, lo que aportaba realismo y dramatismo a las historias que representaban, y ese factor también se beneficiaba por el hecho de que las marionetas tenían tamaño real.
Un día más, el espectáculo
terminó y la gente se puso en pie aplaudiendo tan fuerte que las paredes del
viejo teatro retumbaban. El sonido de
los aplausos llegó a los oídos del maestro titiritero embelesándole como si de
una fuerte droga se tratase. Esbozando una vanidosa sonrisa murmuró: “nos
aman”. Movió los pesados hilos para que las marionetas hiciesen una pomposa
reverencia antes de desaparecer tras las rojizas cortinas.
El viejo titiritero se
dirigió a su camerino, el más alejado de todos, y se miró en el espejo. Tenía
el pelo canoso y una cicatriz que le recorría media cara, desde la ceja hasta casi
el labio y un ojo de cristal que no se
notaba, pues él mismo lo había fabricado con experta maestría. A fin de
cuentas, era un ojo que le había arrancado a un cadáver, tratándolo con
asombrosa maña para evitar su posterior putrefacción. Si alguien se fijaba
detenidamente podría notar un brillo extraño y, pero nadie se le acercaba tanto
como para ello. El hombre abrió una falsa pared en su camerino para guardar las
marionetas que había utilizado en aquel espectáculo: un hombre esbelto, una
mujer extremadamente delgada y un niño con sobrepeso. Fabricaba él mismo las
marionetas, fijándose en las personas a su alrededor e intentaba recrear a
aquellas que más le llamaban la atención. Todo el mundo tenía cabida en su
espectáculo pues eran las personas en su día a día las que le daban vida a
aquellas historias. Aunque siempre trataba de buscar algo nuevo pues no le
gustaba repetirse.
Tras guardar aquellas tres
marionetas, recorrió con la mirada el centenar de marionetas que tenía
guardadas y colocó aquellas tres en su lugar. Entonces se acercó a la marioneta
de una mujer y la olió.
-¿Por qué no salimos a
cenar?-gruñó el viejo titiritero.
Imitando la voz de una
mujer, dijo:-Nada me haría más feliz.
El hombre cogió aquella
marioneta femenina y la sentó en una silla delante de una mesa redonda que
había en su camerino. De una pequeña nevera sacó un poco de queso, lo cortó y
lo puso en un plato, antes de sentarse en la otra silla, frente a la marioneta.
Mientras comía, el hombre comenzó a tener un diálogo cambiando la voz como si
mantuviese una conversación real con aquella falsa mujer.
Al terminar de cenar
dijo:-Estás preciosa esta noche.
Cogió la marioneta y la
llevó hasta un viejo camastro donde la desnudó y, tras tocar con verdadera gana
todo su cuerpo, mantuvo relaciones sexuales con ella.
A la mañana siguiente, el
hombre salió por la puerta trasera del viejo teatro, lugar en el que no sólo
realizaba sus espectáculos, sino en el que también vivía, se montó en su vieja
furgoneta blanca y se dirigió a la ciudad. Tras aparcar, bajó de la furgoneta y
dio un paseo hasta llegar a una plaza, donde se puso a observar a las personas
de un modo algo descarado: una pareja de ancianas paseaba despacio comentando
algo que parecía preocuparles, un grupo de niños jugaba en los columpios bajo
la despreocupada mirada de sus padres y madres, varios veinteañeros jugaban al
fútbol, algunos sin camiseta en un egocéntrico intento de fardar de sus
cuerpos, y un grupo de chicas llevando unos leggins ajustados, hacían algo que
parecía aerobic de forma bastante burda. Todo aquello estaba bien pero nada de
eso era lo que él buscaba. Pasó media hora y no pasaba nadie en quien mereciese
la pena fijarse, hasta que vio cruzar la calle a una adolescente con la mirada,
cubierta de lágrimas, fija en la pantalla de un móvil, tecleando algo con
rapidez y furia. Sí. Aquella chica era perfecta. Nunca había incluido el papel
de una adolescente despechada en su número y podría ser algo novedoso que
atrajese a nuevo público. Sonrió y tomó algunas notas en una pequeña libreta
que llevaba encima. Sintiendo que tenía parte del trabajo hecho, regresó a su
furgoneta. Ahora tocaba lo más laborioso: crear la marioneta. Y para eso
necesitaba ir a por el material apropiado.
La furgoneta blanca arrancó
con fuerza y recorrió un par de calles sobrepasando el límite de velocidad pero
poco importaba si no estaba la policía cerca. Giró una esquina y llegó hasta el
lugar donde recogería el material. Esperó unos segundos antes de bajar de la
furgoneta, abrió el maletero y, esperando al momento más adecuado, golpeó a la
chica, que justamente pasaba a su lado, dejándola inconsciente. La metió en la
furgoneta respirando su dulce aroma. Se sintió excitado, pero aún no estaba
perfecta para empezar una relación con ella, pues le faltaban algunos hilos que
la manejasen.
A toda prisa, la furgoneta
regresó al viejo teatro. El viejo titiritero sacó a la muchacha inconsciente
del maletero y la introdujo en el edificio hasta llegar a una mesa de
operaciones situada en el sótano, donde años atrás las grandes compañías
guardaban el atrezo. El hombre besó a la muchacha y susurró:-Ahora serás feliz.
Ya no habrá más lágrimas ni más problemas, pues en el espectáculo de marionetas
no existe la infelicidad.
Manos a la obra, el viejo
titiritero cogió un bisturí y realizó una profunda incisión similar a la de los
forenses en el cuerpo de la joven. La sangre comenzó a manar a borbotones. Sacó
sus órganos y comenzó a utilizar grandes cantidades de formol en el interior de
la adolescente antes de introducir bastante relleno que le ayudase a conservar
la forma. Rompió las articulaciones y rajó algunos tendones, pues necesitaba
libertad de movimiento. Hizo una importante incisión en la comisura de los
labios para que la boca se abriese y cerrase, e incluso llegó a romper
levemente la mandíbula para facilitar ese movimiento, pero procurando no
deformar el hermoso rostro de la joven. Una vez terminado el laborioso proceso,
cosió con gran habilidad unas cuerdas a las extremidades y fue moviéndolas
hasta comprobar que su recién adquirida marioneta se movía correctamente. Para
finalizar, la acicaló penándola cuidadosamente, cortando sus uñas y aplicando
maquillaje. Una vez finalizó su labor tras horas de intenso trabajo, sonrió.
Antes era una hermosura, pero ahora estaba realmente preciosa.
Llevó a su nueva marioneta
con la colección y se la presentó a las demás como si de una recién llegada a
una fiesta de amigos se tratase. Buscó el sitio adecuado y la colocó allí sin
dejar de sonreír. Miró al chico corpulento que había a su lado: un muchacho que
dedicaba más tiempo a levantar pesas que a cuidar de su pareja, un muchacho
realmente infeliz por culpa de aquella adicción al sentir que nadie le
comprendía. Así que aquel viejo titiritero solucionó su problema. Más allá
había una mujer que había llegado a robar en una joyería tras gastarse todo su
dinero en operarse reiteradas veces la nariz sin quedar nunca satisfecha con el
resultado. En una esquina había un niño al que su familia torturaba
psicológicamente por considerarle responsable de su pobreza. Todas aquellas
marionetas tenían una dura historia detrás. Y él las ayudaba para que no
volviesen a sufrir. Era un verdadero artista que realizaba proezas convirtiendo
a personas en marionetas. Utilizando una técnica similar a la taxidermia
conseguía que los cuerpos no se pudriesen nunca. Aquella era su familia y debía
cuidar de ella para que siempre estuviesen perfectos. Volvió a besar a su nueva
marioneta y se marchó canturreando, realmente feliz.
Los días pasaron y llegó un
nuevo viernes. A toda prisa preparó las marionetas que necesitaba, entre ellas
su nueva adquisición, para la obra que representaría aquella noche. Mirando el
reloj y controlando bien los tiempos, se puso en su posición antes de decir a
sus marionetas:-El aforo está lleno esta noche. Hay que actuar como nunca,
queridas mías.
La obra finalizó y el
titiritero observó cómo el público aplaudía. Sólo que había un problema: el
público nunca había existido realmente. Siempre había estado en su cabeza. Pero
para su demencia, todo aquello era real.